martes, 21 de marzo de 2006


Ahi estaba el hombre, sentado en su sillón-su lugar en el mundo, consumido por los años (el sillón) (bueno, él también), pensando. Era su ejercicio preferido. Aunque el doctor le había recomendado salir a caminar las tardecitas de sol, sus pies estaban pegados a la alfombra que estaba por debajo y sus piernas ocupaban su hueco en el almohadón. Hacía tiempo había olvidado que solían volar.
Desde allí podía mirar por el ventanal, enorme, por el cual transcuría la calle como una preyección de diapositivas. Autos, palomas, árboles (un poco más lentos, pero también transcurren) y personas... ésas eran sus favoritas. Las conocía a todas, las miraba ir y venir una y otra vez y creaba historias a partir de sus caras, sus gestos, la ropa y el paso que marcaban cada día.
Es como un coleccionista, que guarda celosamente cada una de sus estampillas en un libro muy prolijo, pero que nunca ha escrito una carta a alguien. Mira cada hoja y conoce cada detalle, pero no siente el calor de aquélla que tiene un sello y que viajó 1200 km. para contar una historia triste de amor. Él colecciona personas que pasan por su ventanal, pero nunca ha estado con una en verdad. Mira cada una (en su mente, las retrata, las acomoda en una de sus páginas bien guardadas y sonríe pensandose que ahora puede conocerla en su intimidad), conoce sus detalles, su ropa, su cara a la mañana y su horario de regreso a la noche; pero no siente el calor de una mirada y de unos labios que han viajado horas interminables para decirte te quiero.
Un día despertará del sueño que lo somete al enclaustramiento, al cómodo sitio en el que se encuentra, para darse cuenta que sólo han quedado calles grises por recorrer en su camino del tiempo, calles vacías. Sin personas que atraviesan el ventanal.

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