martes, 1 de agosto de 2006


La poesía se escapaba del renglón, porque se resistía a escribirse como siempre. Siempre desde ese mismo lugar: triste, enojada, descontenta, quejándose del amor que no pudo ser o del mundo que no le dió lugar. O en todo caso, completamente cegada por la luz de la esperanza engañada por una efímera alegría, una infinitesimal posibilidad de haber encontrado el néctar de lo divino, el amor eterno, la alegría paradisíaca...
La poesía se va corriendo por un oscuro callejón, y yo me cuelo detrás de ella para relatar de cerca su próxima maniobra; hasta que después de tanto correr, con el aire escaso y la polera transpirada, caigo en la cuenta de que su huída no tiene fin: ha decidido irse y ya no regresará al lineamiento del renglón que se circunscribe en el ancho de la página, de izquierda a derecha, para ocupar cuanto espacio sea necesraio para decir rítmicamente cuánto dolieron esas lágrimas mallloradas.
Doblo la esquina y una mujer me apunta con un arma, siento un fuego entrar por mi cabeza y no dejo de incomprender esa obsesión femenina por lucir el aco más alto (y por encima de alguna corbata pisoteada y alguna que otra pollera, por qué no) que se encamina siempre a la resistencia, será un instinto después de millares de oposición... aunque sabían que había otra manera, copiarse siempre es la más fácil.
Sigo corriendo y tropiezo con una cadena, tirante y forcejeada por dos brazos fornidos que gruñen como cuando eran canes de nadie, y ahora con dueño pretenden ganar lo que nunca les fue otorgado, hasta que caigan en la cuenta de que tendrán sólo lo que les vuelva: la ley de la cosecha siempre se cumple. Hasta la poesía les sonríe y dedica un verso rápido para aquella rápida imagen a los costados del camino; que tan pronto pasó, tan pronto comprendió (porque no sería su primera vez)

Estaba cantándole a tu ventana
y tú muy dulce decías
que aquél que ayer pasaba
lo mismo a tí te pedía

Yo sólo pido tus labios
puerta de un corazón
y así verás un mundo distinto
fruto de mi pasión

Y no siguió escribiendo porque se vió venir el final, que yano soportaría ser el mismo de siempre y terminaría por quemar vivo al desgraciado que quiso conquistar un alma con palabras en el viento perdidas, vociferando el amor que sin palabras se expande más allá de los libros y las cartas y las novelas y las películas de Hollywood. En fin, se haría a un lado del renglón y con toda su fuerza empujaría letra por letra al vacío que sigue al final de la hoja, para enviar una flor al túmulo de huesos acumulado en el pié de página, seguida de una carta de pésame y una foto de ella misma (la poesía, porsupuesto) vacacionando, sola, bajo el sol de mediodía y con una gran sonrisa y un bolso al lado, para enseguidapartir y seguir corriendo y alejándose.
Siempre parece escapar, pero nunca olvida. No se sacará nunca más de la cabeza las mil miradas que dijeron más que las mil palabras que las acompañaban, ni tampoco dejará de pensar en los golpes y en las manos mal movidas; no se olvida pero tampoco se tortura.
Y se hizo a un lado... para sentir en sus pies, por debajo de las suelas gastadas de cien zapatillas, la textura de otras veredas, el sonido-eco de otras miradas profundas,el canto de aquellos ilusos bajo la ventana, el fuego corriendo por la sien, el sudor, las lágrimas sin reprimir, las manos jugosas y el viento ligero detrás de la oreja.


La poesía, adoradora de un nuevo espacio, creyente de su propia sintaxis, despliega sus tintas en el abismo, evitando volar a la misma altura (para no creerse el verso de todos los días) y cayendo a pique, hacia lo más profundo; siempre corriendo un poco más, dilatando las pupilas un poco y otro poco hasta ver algo nuevo en la oscuridad... para estar advertida al menos, y no chocárselo contra la nariz.