martes, 29 de noviembre de 2011

Me acerqué a la cama silenciosamente, sin darme cuenta de que no podía hacer ruido. La miré lleno de ternura, feliz de haber llegado tan lejos y verla durmiendo, tan tranquila, tan bella, tan ella. Si hubiese podido le hubiese acariciado el rostro, pero no podía. Quería ver sus sueños, aunque más importante quería verme en ellos, reflejarme como parte de ella. Tiene sentido, siendo la mujer de mis sueños es lógico querer la misma retribución. Por eso la miré tanto tiempo. Despeinada, babeaba un poco, la imagen que debería hacerme sentir menos atraído. Pero todo lo contrario. Me rasqué la espalda. Las plumas me estaban matando, me hacían cosquillas todo el tiempo y no me acostumbraba para nada, era molesto. Hermoso, sin duda, pero incómodo. Me acerqué y besé sus labios. Deseaba todo de ella, no sólo sus labios, sino toda su piel, sus ojos, sus pechos, sus nalgas, su intimidad, su sonrisa, sus palabras, su mente, sus defectos, sus verdades y mentiras, su aliento, su ombligo, sus pies, todo. Sin embargo entendí que era momento de terminar la Utopía. Porque ese es su verdadero nombre, aunque sea para mí. Utopía. Y con ese pensamiento asimilado en mi cabeza, desplegué mis alas y me fundí en la noche para volver a mi cuerpo real. El que no tiene ni alas, ni pico, ni garras, ni ojos que penetran la oscuridad. La vasija torpe, que rompe cosas, que come comida cara, que toma copas de más, que abraza sus verdades y sufre por muchas de ellas. El recipiente que tiene manos y corazón que la aman pero que funcionan según la realidad que lo rodea. Ya no hay alas, ni plumas. Soy de vuelta yo, dejando de lado al Búho y siendo manu de vuelta. El sueño termina. Sigo estando solo de este lado de la lluvia, y mi mente me sigue llevando a la codicia de aquel amor antes que a la humildad que reciben otros aspectos de la vida. Igual confío en vos, Morfeo.

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